‘Yo, Claudio’, el triunfo de la inteligencia

Botto Cayo > Televisión > ‘Yo, Claudio’, el triunfo de la inteligencia

‘Yo, Claudio’, el triunfo de la inteligencia

Guillermo Altares

Responder a la pregunta sobre cuál es el momento más importante de la historia de la humanidad abriría un debate bizantino e interminable. Depende, primero, de la visión que uno tenga de la humanidad y, por lo tanto, de lo que se considera importante o no. También del concepto que tengamos de la historia y de lo que significan las herencias y la continuidad entre los siglos. Es evidente que el momento más importante de la historia de la humanidad es el nacimiento de la especie Homo (un momento que duró muchísimo tiempo, por otro lado); pero también puede ser para un español la Guerra Civil o para la generación que ronda los 40 años la muerte de Franco. Sin embargo, hay una época crucial cuya influencia sigue llegando hasta a nosotros casi a diario. Se trata precisamente del periodo en el que transcurre la serie de la BBC Yo, Claudio, uno de los mejores productos televisivos de la historia (sobre eso, en cambio, no hay debate). La serie basada en dos novelas del escritor británico Robert Graves (1895-1985), Yo, Claudio (1934) y Claudio, el dios, y su esposa Mesalina (1935), relata el reinado de Augusto y la sucesión de emperadores que le siguieron a través de una autobiografía ficticia de uno de ellos, Claudio. Augusto fue el hombre que acabó definitivamente con la República Romana, que sentó las bases –jurídicas, militares, administrativas, morales– del Imperio y bajo cuyo mandato nació en Galilea el fundador de una nueva religión que fue crucificado bajo el reinado de su sucesor, su hijastro Tiberio.

Yo, Claudio ofrece una magnífica descripción de los entresijos del poder en ese momento crucial, basada en un inmenso trabajo de documentación, pero también una reflexión inagotable sobre un tema que se repite a lo largo de la historia: la lucha por el poder. “Cumannari è megghiu ca futtiri / Mandar es mejor que follar”, dicen los mafiosos sicilianos. Seguramente, eso también lo heredaron de Roma. Pero, sobre todo, Yo, Claudio son dos personajes extraordinarios. Primero, Claudio, real pero también universal, el historiador tartamudo y con una marcada cojera, el estudioso que quería vivir apartado del poder y que, sin embargo, acabó siendo emperador y, sobre todo, el hombre que sobrevive a un momento de violencia extraordinaria (salir vivo de los reinados de Augusto, Tiberio y Calígula, perteneciendo a la familia real, era toda una hazaña) haciéndose el tonto cuando, en realidad, era el más listo. El segundo personaje clave de la serie es Livia, la mujer de Augusto, implacable, despiadada y, a la vez, tremendamente inteligente. Livia ha odiado siempre a Claudio, desde que era niño: le parece que ese ser al que considera contrahecho, deforme, gangoso, estúpido, no era digno de la familia de un dios (Augusto fue deificado en vida), aunque lo que más detesta en Claudio es que sea un republicano recalcitrante, que prefiera sus principios al bien de los suyos. En realidad, Claudio es casi el único ser normal de toda la familia (tal vez con su hermano Germánico), el único ser humano decente y empático, aparte de extraordinariamente inteligente.

El momento más impresionante, de la serie y de la novela, se produce cuando Livia, ya cerca del final de su vida, llama a Claudio para pedirle un favor que considera crucial: quiere que le garantice que la convertirá en una diosa. Su objetivo no es pasar la eternidad con Augusto, lo que quiere es no acabar pudriéndose en el infierno a causa de todas las maldades que, mantiene, el bien de Roma le ha obligado a cometer. Los pecados en cuestión son haber envenenado, entre otros, a su propio esposo. Claudio, al que Livia ha humillado e insultado durante toda su vida, acepta pero pone una condición: que le responda a todas sus preguntas sobre lo que hizo o no hizo, que le cuente todos sus asesinatos, que le ayude a atar todos los cabos sueltos. No es morbo: se lo pide un historiador que quiere conocer la verdad. La conversación acaba con la impresión de que Livia ha comprendido, por fin, que Claudio es cualquier cosa menos un imbécil.

Yo, Claudio se estrenó en 1976 y fue, junto a Retorno a Brideshead, una de las primeras series de calidad con un impacto global. También desató cierta polémica por su violencia (sobre todo en los episodios que transcurren bajo el reinado de Calígula), aunque más por lo que sugiere que por lo que realmente enseña. Pocas veces la televisión ha reunido a un grupo de intérpretes tan impresionantes –Derek Jacobi como Claudio, George Baker como Tiberio, Siam Philips como Livia, James Faulkner como Herodes Agripa– aunque, curiosamente, salvo John Hurt que encarnaba a Calígula, nunca volvieron a alcanzar un éxito similar en el cine, ni siquiera Jacobi (otra cosa es el teatro, de donde provenían casi todos). Su director, Herbert Wise, no ha vuelto a hacer, ni de lejos, nada tan bueno. La serie no ha envejecido nada; resulta increíble, sobre todo en estos tiempos de desbordantes efectos especiales, cómo la solidez del guion y de las interpretaciones hace invisible la falta de medios. Yo, Claudio es, en todos los sentidos, un triunfo de la inteligencia.